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HISPANIA NOVA Revista de Historia Contemporánea
Fundada por Ángel Martínez de Velasco Farinós
ISSN: 1138-7319 DEPÓSITO LEGAL: M-9472-1998 |
NÚMERO 3
(2003)
DOSSIER
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Entre 1808 y 1814 la península ibérica se produjo un enfrentamiento militar entre las tropas francesas y un conjunto heterogéneo de fuerzas que luchaban por evitar su dominio: el ejército regular español, las diversas tropas irregulares surgidas al calor del levantamiento inicial y de la dispersión que siguió a las primeras derrotas, los contingentes portugueses y los efectivos británicos que con éxito diferente fueron enviados a luchar contra Napoleón en el frente ibérico. Lo que se presumía iba a ser una rápida guerra de conquista, una más de las que el emperador francés estaba librando en Europa, se convirtió en un largo conflicto que compartió rasgos de las modernas guerras de liberación popular con los de las guerras convencionales de la época entre ejércitos regulares. Un conflicto que iba a desgastar la potencia militar francesa, contribuyendo con ello al debilitamiento del Imperio napoleónico, al tiempo que produciría considerables pérdidas, humanas y económicas, entre la población afectada por la contienda. Precisamente esta longitud y dureza de una guerra que no tenía unos frentes delimitados y una clara separación entre combatientes y civiles, facilitaría la aparición de tensiones entre los diversos sectores implicados en la resistencia armada y la población civil. Tales relaciones conflictivas van a ser el objeto principal de este texto. Junto a la fractura entre liberales y absolutistas y la pugna entre las autoridades civiles y militares por la asunción de competencias y por la conducción de la guerra, son una de las diversas grietas que atraviesan las filas de la resistencia y a su vez engloban las tensiones entre tropas regulares e irregulares, entre éstas y los civiles y entre el ejército regular y la población no combatiente. Estas últimas, las más evidentes, constituyen el núcleo del análisis desarrollado en estas páginas y por ello mismo figuran destacadas en su encabezamiento. 1. Las deficiencias del ejército español y los planteamientos militares para superarlas La amplitud del levantamiento antifrancés que se propagó a lo largo de los meses de mayo y junio de 1808 y algunos éxitos iniciales espectaculares en la guerra contra el invasor, tales como Bailén o el Bruc, ocultaron durante algún tiempo la esencial debilidad militar del partido resistente, obligado a descansar en un precario ejército regular en tanto se fraguaba la movilización general que había de abastecer a aquél de soldados improvisados y complementarlo con todo tipo de milicias irregulares. Pero la ilusión de las primeras victorias pronto dio paso a una cadena de derrotas que pusieron de manifiesto las deficiencias del ejército español, que lo incapacitaban para enfrentarse con ciertas garantías de triunfo a la más eficiente máquina de guerra de la época. Se trataba de un ejército escaso en efectivos, hinchado en sus mandos, con soldados carentes de entrenamiento y disciplina y oficiales sin la formación adecuada, apenas sin caballería y falto de una organización logística que asegurase la coordinación de las operaciones. Un ejército que parecía vivir de espaldas a las transformaciones en las que basaba sus éxitos militares la Francia revolucionaria y napoleónica y que otros países intentaban contrarrestar. Las medidas esbozadas en la época de Godoy quedaron en simples propósitos, como la comisión de reforma establecida en 1796, o fueron revocadas casi inmediatamente, como sucedió en 1802 con el Estado Mayor creado en 1801. La urgencia con que en 1808 hubo que hacer frente a los franceses no mejoró esta situación, pues el incremento de efectivos conseguido a través de la movilización general se acompañó de mayores deficiencias en el entrenamiento, equipamiento y coordinación de la nuevas tropas y en dificultades para su inserción en las unidades del ejército regular, comprometiendo la misma efectividad del esfuerzo de reclutamiento, como ocurrió en Asturias, donde meses después de que la Junta acordase, en mayo de 1808, el levantamiento de un ejército en el Principado, se habían producido deserciones e incluso dispersiones completas, motivadas por enfermedad, indisciplina o insubordinación, pero también por "dificultades en el socorro y alimentación de la tropa"[1]. No ha de extrañar que Castaños, el vencedor de Bailén, describiese unos meses más tarde con trazos sombríos la situación del ejército del Centro a su mando: "experimentaba mucha escasez de víveres: como no había almacenes, ni depósitos, estaba tenido a lo que podían suministrar los pueblos; muchos de éstos los hallábamos cuasi desiertos y no había quien amasase el pan ni aprontase lo necesario, y las tropas comían el rancho que podía hacerse pero sin pan; los muleteros de los trenes que no cobraban salario alguno ni podían recibir raciones maldecían su fortuna y dejaban su ganado o se lo llevaban abandonando las cargas"[2]. Los informes de los oficiales del cuerpo expedicionario británico desplazado en 1808 a la Península para repeler la invasión francesa confirman la realidad de unos ejércitos españoles indisciplinados, deficientemente equipados y faltos de coordinación. Incluso las tropas del marqués de la Romana, con fama de constituir la parte más selecta y experimentada de las fuerzas españolas, eran consideradas de poca ayuda, pues "estaban mal vestidas y muchas de ellas carecían de calzado y armas" y les faltaba el adiestramiento militar necesario para soportar el ataque de una línea de infantería francesa, por lo que -concluía uno de estos oficiales- "nos engañaríamos mucho si hiciéramos depender nuestro éxito en el campo de batalla de la ayuda española"[3]. Esta penosa situación del ejército regular persiste durante toda la guerra[4]. Cuando ésta ya tocaba a su fin, las tropas españolas participantes en la ofensiva aliada por tierras vasconavarras todavía seguían careciendo de vestido y alimentación apropiados y no disponían de una dirección conveniente, por lo que, según el relato de un suboficial británico, "la mayor sorpresa era que estuviesen en condiciones de luchar"[5]. No todas debían de estarlo, pues otras fuentes cifran en menos de la cuarta parte de los efectivos contabilizados en los "estados oficiales" los soldados aptos para el combate y en la misma campaña fueron gran número los desertores hambrientos que atravesaron la frontera durante el invierno de 1813-14[6]. Tales circunstancias incapacitaban al ejército regular para enfrentarse en combate abierto con los franceses y minaban la moral de la tropa, haciendo explicables episodios como el pánico que el domingo de Pascua de 1809 se apoderó de varios miles de hombres del duque de Alburquerque acampados en La Carolina, cuando al oír "el regocijado tiroteo de los habitantes haciendo salvas al aire para celebrar la Resurrección del Señor y creyendo que eran los franceses emprendieron todos una vergonzosa fuga"[7]. En las filas militares españolas y entre sus oficiales y mandos mejor preparados existió conciencia de la inferioridad del ejército propio, una inferioridad que hacía necesaria la adopción de planteamientos defensivos, a fin de ganar tiempo para mejorar la capacidad militar de las tropas resistentes, desgastar a los franceses y conseguir ayuda de las potencias antinapoleónicas. Porque, en palabras de uno de estos oficiales, "con generales sin talento, con oficialidad sin entusiasmo, con paisanos insubordinados, con tropas indisciplinadas, hambrientas y desnudas, es locura pensar que se puede resistir por algún tiempo a las falanges aguerridas del tirano"[8]. Quien así opinaba era Francisco Javier Cabanes, un militar natural de Cataluña presente en los campos de batalla del Principado en varios momentos de la guerra e historiador de la misma[9]. De esta proposición se seguía la necesidad de evitar los choques abiertos con el enemigo. Pero no todos sus colegas de armas estaban de acuerdo con este planteamiento. José de Palafox, el general que se cubrirá de gloria defendiendo la Zaragoza sitiada, era uno de los convencidos de presentar batalla en campo abierto, y sólo la imposibilidad material de verificarla con los medios a su disposición le llevó a aceptar replegarse[10]. Además, tras el éxito de Bailén muchos generales menospreciaron la valía del ejército francés y, en parte por deseos de labrarse su propia gloria y en parte por las presiones de unas Juntas y una población civil confiadas en poder librarse fácilmente de la presencia del enemigo, comprometieron prestigio y tropas en un "furor de dar batallas" que condujo a repetidas derrotas. En los duros años que mediaron entre la pérdida de Andalucía y el inicio del repliegue francés, el convencimiento de la inferioridad militar se fue abriendo paso en las filas del ejército y con él la necesidad de métodos más acordes para sostener la lucha, que incluían la adopción de la guerra de partidas, siempre que ésta se realizase supeditada a los mandos militares, y una cierta centralización y armonización de la actuación de los diversos ejércitos. La aceptación de la guerra de guerrillas fue una consecuencia de la admisión de la superioridad francesa en campo abierto, pues las partidas evitaban los enfrentamientos generales con el enemigo y sometían a éste a una guerra de desgaste. Diversos militares describirán las ventajas de las guerrillas y recomendarán su uso, siempre que estén dirigidas y coordinadas por hombres de la profesión y no supongan una sangría para el ejército. Porque, como indicará uno de ellos, "las partidas de patriotas ... fomentadas como conviene y apoyadas con ejércitos bien organizados" no deben confundirse "con algunas cuadrillas que han aparecido en esta época, compuestas de desertores, contrabandistas y otras gentes forajidas"[11]. Guerrillas con las características recomendadas operarán en puntos de la geografía bélica tan dispares como Extremadura, Andalucía y Cataluña. La coordinación de las operaciones militares se impuso como una necesidad a la vista de la triste experiencia de la guerra y de la observación de los ejércitos franceses. En este camino primero se creó el Estado Mayor (1810), un organismo encargado de planificar la actuación de los diversos ejércitos en cuya conveniencia coincidieron el sector del ejército con mayor preparación e inquietud profesional y la cúpula de la autoridad civil, y finalmente se estableció una jefatura militar única que recayó en la persona de Wellington (1812), decisión en la que, junto al reconocido prestigio del general inglés, intervinieron razones de oportunidad política, pues no en vano el duque era jefe de las tropas aliadas, hombre de convicciones conservadoras e, igualmente importante, un extranjero que evitaba a la Regencia tener que conceder demasiado poder a uno de los generales españoles. La protesta de uno de éstos, Ballesteros, no sirvió más que para arruinar su carrera, pues no encontró apoyos entre sus compañeros de armas, poco propensos a actuar colectivamente en favor de uno de sus iguales[12]. Pero las condiciones en las que tenían que desenvolverse eran ahora más adversas si cabe que en los inicios de la guerra, pues las repetidas derrotas habían arruinado la credibilidad de los militares y debilitado su posición frente a las autoridades civiles, al tiempo que las dispersiones y deserciones habían reducido los efectivos de sus ejércitos en beneficio de unas formas de guerra irregular de difícil control. Por ello iban a provocar tensiones los intentos de estos militares de exigir, en nombre de las necesidades de la guerra, supeditación a las autoridades provinciales y locales y nuevos sacrificios a una población a la que hasta entonces no habían sido capaces de proteger. El levantamiento antifrancés que se difundió a lo largo de los meses de mayo y junio de 1808 fue lo suficientemente extenso y popular como para no dudar del entusiasmo bélico existente entre la población española de la época, aunque hay que hacer notar dos aspectos que han tendido a ser menospreciados por una historiografía demasiado apegada a la práctica del unanimismo y de la exaltación patriótica: 1) el esfuerzo movilizador se acompañó de esfuerzos simultáneos en favor de la creación de cuerpos de vigilancia interna (Milicias Honradas o Milicias Urbanas) para asegurar el mantenimiento del control sobre unos sectores cuyo protagonismo podía hacer peligrar el orden social existente[13]; 2) esta movilización no estuvo exenta de resistencias, que tendieron a hacerse más notables cuando la oleada de entusiasmo fue cediendo ante la continuidad del esfuerzo requerido y la necesaria participación en las labores agrícolas de los meses del verano, obligando a las primeras exhortaciones en favor de la defensa de la patria y a las primeras medidas contra la deserción[14]. Pero fueron las derrotas las que produjeron el desánimo y la crispación de la población, visibles tanto en la aparición de actitudes conformistas y renuentes a colaborar en las tareas de la resistencia[15] como en la difusión de acusaciones de cobardía y traición contra el ejército regular y sus mandos, en quienes había recaído el grueso de la responsabilidad en la defensa del territorio. La situación a la que se debían enfrentar los militares a partir de 1809, bajo la sospecha permanente de una población que les responsabilizaba de las derrotas, la supo resumir muy bien Castaños, a su vez víctima de estas acusaciones: "La voz de traición ya no significa lo que hasta ahora hemos entendido: traidor es un General que no ataca cuando se le antoja a un soldado o a un cualquiera que está a 200 leguas del enemigo; traidor si retira el ejército que va a ser envuelto y sacrificado sin recurso y sin utilidad para la patria (...) traición, se dice, si alguna vez falta el socorro o el pan al soldado; traición si el enemigo ataca, porque se supone ha sido avisado por el general para entregarle el ejército, y traidores todos los jefes si por desgracia se pierde una acción"[16]. Abundan, en efecto, las acusaciones de traición, o cuando menos de inacción o cobardía, contra los militares. En Cataluña la relación de estas denuncias es extensa y de ellas apenas si escapa alguno de los capitanes generales que dispusieron del mando en el Principado. La mayoría de los diarios escritos durante los años de la guerra por testimonios locales de la misma muestran la existencia de un amplio descontento para con quienes no supieron preservarles de la ocupación francesa y, en ocasiones, cuando mencionan a estos hombres suelen hacerlo en términos tan críticos y denunciatorios como lo hace el rector de Vallvidrera, para quien Vives "sens dupte seria factura de Godoy, y persó traidor a la Patria"; Blake "se deu entendrer ab lo enemich, perquè noy ha millor medi per fer perdre una plasa ... com lo no socorrerla a son temps"; O'Donnell "era molt valent [i] se portava molt bé al principi, pero ab lo temps feu com los altres, omplí bé la seua bosa"; Campoverde "ni se sap ahont para ... cobart e inexpert"[17]. Las voces de traición forzaron la dimisión del capitán general Vives (diciembre 1808), desacreditado tras los reveses de Llinars y Molins de Rei[18], y constituyeron el caldo de cultivo de la conmoción que se produjo en Lérida en enero de 1809, donde una multitud amotinada dio muerte a varios sospechosos de infidencia ante el temor de la entrega del castillo de la ciudad a los franceses[19]. La persistencia de comentarios negativos sobre el ejército fuerza al capitán general Coupigny, casi año y medio después, a dictar un bando imponiendo sanciones a quienes propaguen "que las tropas de nuestro augusto soberano Fernando VII no cumplen con los sagrados deberes de soldados y que los paisanos son suficientes para aniquilar y exterminar del Principado a los franceses que hay en él"[20]. Pero la situación se reprodujo ante la aparente inacción del capitán general Blake en la defensa de la sitiada Gerona, ante la derrota de Vic (febrero 1810), con acusaciones de traición al general García Conde, a quien también se hizo responsable de la rendición de Lérida a los franceses (mayo 1810), ante la caída de Tortosa (enero 1811), defendida por el general conde de Alacha y ante la pérdida de Tarragona (junio 1811), imputada al capitán general marqués de Campoverde. La Junta Superior se sumó al coro de protestas. Pidió la sustitución de los militares implicados, como ocurrió con el mariscal de campo Wimpfen y el brigadier Porta, por creerles "autores del sistema de inacción que hace tiempo que [se] observa en nuestro ejército y por haber visto de uno y otro ciertas retiradas que todos tienen por voluntarias e indebidas"[21]; reclamó a la Junta Central "un general que a la pericia militar una un celo patriótico y activo", porque "el pueblo hallándose abandonado por el ejército sospecha de éste, o a lo menos de sus jefes, viendo que no se opone a un enemigo débil y reducido"[22]; exigió a los mandos militares responsabilidad por conductas sospechosas, como la supuesta pasividad de las tropas que en junio de 1810 permitieron la entrada de un convoy francés en Barcelona sin ofrecerle resistencia[23], y vio con agrado las condenas por traición a los generales García Conde y Alacha. La amplitud y el carácter general de estas acusaciones recuerda la situación que se produjo en los primeros momentos del alzamiento antifrancés, cuando la actitud contemporizadora de muchas de las autoridades, entre ellas los capitanes generales y gobernadores, exasperó a una población amotinada que vio en tal comportamiento la prueba de la traición. La memoria de esta circunstancia reciente obraba ahora en contra de unos militares cuya conducta patriótica era examinada con escrupulosidad. Pero también lo hacía el escaso prestigio de que gozaba la milicia desde épocas pasadas, producto de una mezcla del espíritu elitista de una oficialidad de extracción nobiliaria, la rudeza de las condiciones de vida de una tropa desarraigada de su lugar de origen, la imposición de unas quintas que solamente recaían en los sectores más deprimidos de la población y que eran especialmente resistidas en las áreas que tradicionalmente habían gozado del privilegio de exención y los fracasos militares contra la Francia republicana en la reciente guerra de la Convención. Junto a estas raíces en el pasado, las pocas simpatías hacia la institución militar se alimentaban de las rivalidades internas, de la impericia y de la incapacidad de que daba muestra un ejército que hacía del abuso y la prepotencia una práctica cotidiana en su trato con los civiles. Los enfrentamientos entre los mandos del ejército por cuestiones de rivalidad personal, pugnas entre facciones o formas de concebir la guerra estuvieron a la orden del día y a menudo fueron aireadas por sus protagonistas en gran número de folletos, contribuyendo con ello al descrédito de la causa común. Una nómina muy incompleta de estos episodios ha de incluir el conflicto del general Castaños con Palafox y Montijo, el de Venegas con Cuesta, el del marqués del Palacio con Blake y, en Cataluña, los que opusieron a Clarós y Milans con Campoverde, a éste con Sarsfield y Contreras y a Copons con Eroles. Castaños fue acusado por Francisco de Palafox y el conde de Montijo de ser responsable de la retirada ante los franceses en Tudela (noviembre 1808), lo que le costó la separación de la dirección del ejército del Centro y un año de arresto[24]. Francisco Venegas, situado en la dirección del ejército de la Mancha por la Junta Central, fue acusado por Gregorio de la Cuesta de impedir, con su inmovilidad, coronar la victoria de Talavera con la toma de Madrid a los franceses (julio 1809)[25]. El marqués del Palacio no aceptó de buen grado ser sustituido al frente del segundo ejército por Joaquín Blake (agosto 1811), cuando el entonces Regente decidió asumir la dirección de las operaciones en el levante peninsular en una campaña que acabaría con su derrota y apresamiento en Valencia. Ambos militares mantuvieron unas relaciones frías y el primero aprovechó la exposición de los hechos acaecidos durante su mandato en Valencia para insertar un duro comentario sobre la situación en Cataluña tras la caída de Tarragona: "no aparece otro remedio que el que el general Suchet haga concluir cuanto antes las esposas que hace forjar para enviarle a su Emperador, como ha dicho, 60.000 catalanes, que le sirvan de tropas ligeras en sus ejércitos al norte, ya que no han querido servir de lo mismo en su patria"[26]. Aunque con posterioridad rectificaría esta desafortunada frase, por la que recibió críticas del diputado catalán Dou[27], resulta evidente el despecho que el marqués, antiguo capitán general del Principado, sentía hacia quienes en el inicio de la guerra fueron sus gobernados y las pocas simpatías que le despertaba la actuación del nuevo capitán general, Lacy, a quien implícitamente responsabilizaba de aquella situación. En Cataluña el general marqués de Campoverde, máxima autoridad del territorio entre febrero y julio de 1811 y aupado al poder de forma poco ortodoxa, aprovechando la campaña de desprestigio contra O'Donnell, estuvo en el centro de varias polémicas. Una de ellas le enfrentó con el brigadier Milans y el coronel Clarós, militares de carrera de origen catalán que habían conseguido éxitos y popularidad como jefes de tropas irregulares. Campoverde persiguió al primero y criticó a ambos aparentemente por haber albergado en sus partidas a desertores, lo que provocó las protestas de los dos en un cruce de folletos que en poco debió contribuir a fortalecer la mermada reputación del ejército regular y de Campoverde en particular[28]. Lo más interesante de este episodio es la escasa consideración que se percibe en la máxima autoridad militar por quienes participan en la guerra de partidas, una situación de la que también fue víctima, por aquel tiempo, otro destacado jefe de las mismas, el barón de Eroles, satirizado por los subalternos del general Sarsfield como "general de somatenes"[29], y que refleja las tensiones existentes entre ejército regular y guerrillas. Otra de las polémicas entre militares en las que participó Campoverde fue la que giró en torno a las responsabilidades por la pérdida de Tarragona (junio 1811), plaza que el marqués abandonó en pleno sitio, autorizando también a hacerlo a Sarsfield, uno de sus generales, y dejando a otro de ellos, Contreras, la defensa de la ciudad sitiada. En este caso fue también Campoverde quien, al intentar descargar las culpas sobre los demás, desató la ola de recriminaciones mutuas[30]. Copons y Eroles, aunque no dejaron durante la guerra muestras impresas de su rivalidad, tampoco simpatizaron entre sí, como reflejan las Memorias escritas por el primero. El capitán general Francisco Copons vio en quien fue su segundo en los meses finales de la guerra a un joven ambicioso ascendido meteóricamente a general gracias a las conexiones con los civiles de la Junta Superior, con el que le era forzoso convivir[31]. Lo que la población tomaba como pruebas de cobardía y traición no fueron en muchos casos sino demostraciones de ineptitud o impotencia de los mandos militares y falta de preparación del ejército. A veces las derrotas se produjeron por intentar vencer a los franceses en batallas a campo abierto, impulsados los generales por sus propios deseos de gloria o, como decía Cabanes, forzados a presentar combate en condiciones desventajosas por la presión del pueblo y de las autoridades civiles. En algunas ocasiones, el intento de evitar los encuentros con un enemigo al que se tenía por superior condujo a una inactividad juzgada cómplice y ciertamente resultan de difícil justificación casos como el nulo balance de bajas presentado en tierras orensanas por el ejército regular del marqués de la Romana, en unos momentos (junio 1809) en los que la insurrección armada se cobraba cerca de cien víctimas entre el paisanaje gallego de la misma zona[32]. En otras ocasiones fue la falta de coordinación la que precipitó la derrota, como en Tudela, o impidió sacar partido de una victoria, lo que ocurrió en el también comentado ejemplo de Talavera. Y, cuando una plaza fue sitiada, fue difícil igualar las exigencias de heroicidad que reclamaba una España antifrancesa acostumbrada a resistencias tan desesperadas como las de Zaragoza o Gerona. 3. Las exigencias y abusos de los militaresEl desprestigio del ejército y el desarrollo de tensiones con la población también se alimentaron con episodios de pillaje y saqueo en los que las tropas españolas y aliadas fueron tristes protagonistas, con las exigencias en recursos materiales y humanos de las autoridades y mandos militares, con los abusos de que estas exigencias se acompañaron y con el carácter arrogante y prepotente del trato de aquéllos con los civiles. Si bien el ejército español no tuvo participación directa en tres de los más conocidos sucesos de la guerra -los desórdenes cometidos durante la retirada de Moore por tierras leonesas y gallegas hacia la Coruña, el saqueo de Badajoz y la destrucción de San Sebastián, todos protagonizados por las tropas aliadas británicas o angloportuguesas- sí intervino en otros incidentes de menor nombre de que fue víctima la población civil. Uno de ellos corrió a cargo de los restos del ejército que al mando del general San Juan se había opuesto al avance de Napoleón en el puerto de Somosierra, cuyos componentes, en desbandaba por tierras de Extremadura, entre Trujillo y Zalamea "sin reconocer freno ni deber alguno, arrojaban los fusiles o los vendían, atropellaban las casas de los infelices labradores, robaban sus ganados, menajes y ropas, lo saqueaban todo"[33]. En otras ocasiones el pillaje no precisa para producirse de este marco propicio que es la dispersión que sigue a la derrota de un ejército: en marzo de 1811 las tropas de Sarsfield presencian sin intervenir la toma y destrucción de Manresa por los franceses y, una vez retirados éstos, entran en la ciudad para "dar un segundo saqueo de los destrozos"[34]; dos años más tarde, esta vez en Reus, las tropas españolas y británicas que han ocupado la ciudad tras la retirada de los franceses cometen tantas rapiñas y tropelías que es necesario alejarlas de la población[35]. Pero quizás acciones de esta naturaleza no fueron tan lesivas para la confianza de la gente en su ejército como el goteo de extorsiones, robos o violencias ejercidas en nombre de las necesidades de la guerra por unas tropas faltas de recursos. Las demandas de dinero, suministros, alojamientos y bagajes por y para el ejército son una constante a lo largo de la guerra. Para comprender su significado se ha de tener en cuenta el doble efecto acumulativo de su persistencia durante los casi seis años de guerra y de los múltiples niveles de fiscalidad a que estuvo sujeta la población durante aquel tiempo. Junto a la fiscalidad regular constituida por los impuestos de carácter ordinario o extraordinario que las autoridades resistentes, de acuerdo con la legislación tributaria aprobada por los organismos centrales y provinciales, imponían a la población bajo su control, ésta tenía que hacer frente a los impuestos exigidos sobre el terreno por el ejército y por la guerrilla y soportar además la paralela tributación, regular e irregular, a la que le sometían las autoridades civiles y militares francesas, todo ello en un contexto de destrucciones y desarticulación de la actividad económica habitual que hacía mayormente gravoso el conjunto de la carga tributaria[36]. La existencia de estos diversos niveles impositivos, algunos de los cuales escapaban de los registros contables, hace muy difícil precisar la cuantía de la carga soportada por la población, aunque con seguridad fue varias veces más elevada que la existente en los años previos a la guerra y la sufrieron en mayor cuantía quienes, habitantes rurales en especial pero también urbanos, no estuvieron en condiciones de proteger sus bienes y poner a recaudo sus personas de la voracidad de unos y otros contendientes, algo solamente en parte al alcance de los sectores más acomodados. El grueso de los ingresos que a través de los mecanismos fiscales regulares obtuvieron el poder central y las Juntas provinciales se destinó a financiar las necesidades militares. Pero éstas eran tan altas que no bastaban a ser satisfechas mediante los aportes provinentes de la tesorería general o de las administraciones regionales, ni siquiera con el complemento de las ayudas inglesas en dinero y suministros, nunca generosas y más bien irregulares y poco abundantes excepto en el caso de Asturias[37]. Sabemos que, durante el conjunto de la guerra, la Hacienda central recaudó como promedio unos 300 millones de reales anuales, una cifra similar a la que obtenía antes de la contienda la tesorería de Madrid, pero cuatro o cinco veces menor si se contabilizan los aportes de las diversas tesorerías provinciales[38]. Con esta cantidad el gobierno central no pudo financiar adecuadamente la guerra: en tan sólo medio año, la primera mitad de 1811, la caja de la tesorería mayor acumuló un desnivel entre las obligaciones a atender y los recursos disponibles de 123 millones de reales[39]. En enero de aquel mismo año la Junta Superior de Cataluña protestaba por haber recibido únicamente, en todo el curso de la guerra, 43 ó 44 millones de reales, cuando las necesidades mensuales del ejército eran de 11 millones de reales[40]. Tal situación obligó a las Juntas provinciales a depender de sí mismas, y de la magra ayuda inglesa, para financiar la guerra, pero el incremento de los impuestos con tal fin tenía un límite, inferior a los requerimientos bélicos. Juntas provinciales, intendentes, diputados, comisionados y capitanes generales elevaron informes y peticiones a la Junta Central y a la Regencia en los que coincidieron en describir con tintes dramáticos las circunstancias en las que se encontraban sus respectivas provincias y ejércitos, faltos de fondos con los que hacer frente al suministro y paga de la tropa. Abundan textos como el de la Junta Superior de Cataluña, quejándose de que la falta de recursos "llega a tal extremo que el soldado ni puede ser vestido, ni alimentado, ni asistido como corresponde para que se pueda exigir de él subordinación y esfuerzo"[41]; el del intendente de Extremadura, indicando no haberse "principiado aún a recibir la ... cuenta del presente mes, estando el ejército muy cerca de hacer movimiento, lo cual puede traer unas consecuencias desagradables"[42], o el del gobernador de Cartagena, en cuya guarnición los soldados "están desnudos y descalzos", razón por la que se han producido varias deserciones, y "no hay dinero y se ha perdido el crédito, por lo que no se dispone de suministros", todo lo cual aconseja dejar que los "individuos se vayan a sus casas para evitar mayores desórdenes"[43]. Pero, como ya sabemos, poco se podía esperar de las instancias superiores de gobierno. La Tesorería General se confesará "absolutamente exhausta" para hacer frente a las múltiples demandas[44] y se quejará reiteradamente al Ministro de Hacienda de la falta de recursos[45], hasta el punto de comprometer, con su insolvencia, el descargo de harina y provisiones llegadas al puerto de Cádiz, por "ser mayor cada vez la resistencia de los patrones a ... hacer los transportes ... sin estar seguro[s] de percibir su flete luego que lo devenguen"[46]. Esta situación obligó a la búsqueda de recursos extraordinarios. En Cataluña y fuera de ella se efectuaron convocatorias especiales para intentar conseguir los fondos necesarios para el mantenimiento del ejército[47]. Sin éxito en sus objetivos, pues ni la Junta de Subsistencias que en los primeros meses de 1809 celebró sus sesiones en tierras catalanas, ni los esfuerzos de varios congresos provinciales del Principado en los que se afrontó la falta de fondos consiguieron, a pesar de los aumentos de contribuciones decretados, asegurar el abastecimiento y paga del ejército, como tampoco debieron conseguirlo los intentos realizados en otros lugares de la península, a juzgar por la persistencia del problema. En la mayoría de las áreas en las que opera el ejército de línea o las milicias irregulares levantadas por los diversos organismos resistentes nos encontramos con las exacciones y requisas de unas tropas forzadas a vivir sobre el terreno a expensas de la población que debían defender, lo que a efectos prácticos las equiparaba con las francesas. Suministros forzados, bagajes, alojamientos, contribuciones impuestas manu militari constituyeron la tónica habitual de aquellos años. Las monografías locales y regionales han ido exhumando múltiples testimonios de esta situación. Dos rasgos destacan del conjunto de estos casos: el carácter apremiante de unas exigencias que se amparan para su ejecución en la fuerza de las armas y la ausencia de una normativa que asegure una compensación por las sumas, suministros y servicios prestados por la población. El comportamiento de las tropas es a veces prepotente, como en Navarra durante la ofensiva contra los franceses en 1813, cuando "como si operaran en país enemigo, los soldados españoles y las tropas aliadas invadían los campos cubiertos de mieses, derribaban las estacas y cercas que los defendían, segaban en verde los cereales y los calificaban de forraje, utilizándolos para alimentar con ellos la caballería"[48]; en otras ocasiones adopta prácticas propias de los franceses, como el apremio a los morosos en Jaén, "dejando en sus casas un soldado que exigiría 4 reales diarios además de la manutención hasta que se pusiese[n] al día en el pago de impuestos"[49], la toma como rehenes de autoridades y vecinos pudientes para asegurarse el abono de la cantidad pedida, un procedimiento repetido en Barbastro, en Vilafranca del Penedès y en varios pueblos del Empordà[50], o el castigo ejemplar a autoridades locales para que sirva de escarmiento a otras poblaciones, como ocurre en Santa Coloma de Queralt[51]; a menudo el temor que suscitan tales métodos se utiliza como medio para ablandar bolsillos, como en Olot, donde Copons impuso una contribución de guerra en abril de 1813, advirtiendo que, en caso de incumplimiento, el pueblo sería saqueado durante un día entero[52]. Quienes sufrieron los perjuicios económicos ocasionados por estas exigencias no obtuvieron indemnización alguna o la consiguieron por importe insuficiente. Podía ocurrir que los ejércitos no diesen bonos o recibos acreditativos de los desembolsos efectuados, o que los recibos no cumpliesen las formalidades adecuadas y que quienes los recibían no se atreviesen a protestar para evitar represalias, algo que un informe de 1811 confesaba estar sucediendo en pueblos andaluces[53]. Si se tenía el recibo, había que cobrarlo o descontarlo de las contribuciones pendientes de pago, una operación que casi siempre se encalló en la falta de normativa para evaluar el importe de las prestaciones efectuadas y, sobre todo, en la carencia de recursos de la administración. En 1809 el contador del ejército afirmaba no serle posible realizar las liquidaciones de los suministros "por no haber orden ni reglamento que fij[as]e la cantidad de cada especie de que se compone la ración", una situación que parecía haberse resuelto un año más tarde con la aprobación de una normativa sobre suministro de raciones[54]. El decreto de 3 de febrero de 1811 estableció los requisitos por los cuales los suministros hechos por los pueblos a las tropas serían admitidos en pago de contribuciones, pero aplicar este decreto iba a suponer, según hacía observar el intendente del ejército de Galicia pocos meses más tarde, dejar desatendidas las obligaciones del estado habida cuenta del elevado importe de los suministros adeudados a los pueblos, planteamiento que compartía la Dirección del Tesoro en Cádiz[55]. Durante el resto de la guerra se emitieron nuevas disposiciones generales, pero también otras de ámbito provincial, como el reglamento aprobado por la Junta Superior de Cataluña en agosto de 1811 admitiendo el importe de los suministros en pago de toda clase de contribuciones. Más allá del carácter liberal o restrictivo de tales disposiciones, privó el hecho de la falta de dinero del erario público para satisfacer tantas demandas. De ello se quejaban en julio de 1813 los representantes del partido de Camprodón, en el corregimiento de Vic, que eran apremiados al pago de contribuciones, "siendo mucho mayor el crédito que cada uno de sus respectivos pueblos tiene contra la nación, procedente de suministros hechos a las tropas del ejército, que el que tiene ella contra éstos de todas [las] contribuciones vencidas"[56]. El texto más importante de estos últimos años, el decreto de las Cortes de agosto de 1813, era un reconocimiento de la imposibilidad de la nación para afrontar estas reclamaciones, pues revocaba la utilización de los recibos de suministros para el pago de contribuciones. Todo parece indicar que los poseedores de dichos recibos o nunca fueron indemnizados o, en el mejor de los casos, lo fueron muy tardíamente, pese a las buenas intenciones que parecía albergar una circular de noviembre de 1814 ordenando a los municipios españoles el envío de información detallada sobre los suministros hechos a las tropas durante la recién acabada contienda[57]. El protagonismo recaudatorio del ejército, los abusos y coacciones que acompañaron a esta actuación y la falta de reconocimiento de los débitos correspondientes fueron un foco de tensión permanente entre los militares y una población civil exasperada por las exigencias y procedimientos de quienes en teoría debían defender sus bienes. El rastreo de estos conflictos en Cataluña a través de archivos, folletos de la época y trabajos de estudiosos del período permite precisar algunas de sus características. Una de ellas es la naturaleza endémica del problema, pues una vez pasado el primer año de la guerra los conflictos menudean. Es una situación de la que se hace eco el anónimo autor de los diálogos entre dos supuestos payeses catalanes, que hace decir a uno de sus protagonistas: "en punt de socorre los pobles ab raccions a la tropa (...) si pasa alguna partida de tropa y les demana han de ser entregades, i sino se exposa lo poble a ser saquejat y la justicia gaviotada com ja a succehit"[58]. La Junta Superior, ya avanzada la contienda, reconoce "la arbitraria y despótica exacción de raciones de que todos los pueblos se quejan", "las continuas requisiciones, contribuciones y multas que se exigen ilegalmente a los pueblos y a particulares por autoridades incompetentes" y "las violencias con que se ve a cada paso ajado y atropellado el infeliz paisano, y hasta las mismas justicias"[59]. Pero nada efectivo debió de hacerse, pues durante el último año de la guerra, cuando ya se está produciendo el definitivo avance aliado sobre el Principado, a la recién creada Diputación provincial de Cataluña llegan testimonios que reiteran tales hechos[60]. En muchos de estos conflictos son las autoridades de la localidad quienes encabezan la protesta en nombre del conjunto de sus vecinos, dando a entender la dimensión colectiva del agravio y el carácter solidario de la iniciativa. A veces dicha actuación engloba a varios pueblos de una comarca, como ocurre con varias localidades del área de Olot que piden a la Junta Superior que se les dispense de obedecer "orden alguna de jefes militares que no sean de mayor graduación" y se les acepte que todas las aportaciones que efectúen les sean abonadas "a cuenta ... de ... [las] contribuciones ordinarias y extraordinarias"[61]. Otras veces la protesta de las autoridades locales se refuerza con la amenaza de su dimisión o se acompaña de la presentación de la misma, cosa que sucede con las comisiones populares de Vilanova i la Geltrú y Sant Feliu de Codines [62]. Ocasionalmente las quejas conducen a la promesa del castigo de jefes u oficiales[63] aunque lo más frecuente es que la autoridad militar ratifique las actuaciones de sus subordinados, como hace O'Donnell con el recurso del ayuntamiento de Terrassa por la multa que se les impuso por supuesta denegación de auxilio a la tropa[64], o amoneste al poder civil por dar crédito a acusaciones de exacciones fraudulentas de la tropa[65]. Este comportamiento conduce a una pérdida de confianza de los afectados en la equidad de la justicia militar, por lo que a menudo buscan el apoyo de los elementos civiles de la Junta Superior, a la que, por ejemplo, le llegan cuatro recursos de diversas localidades en tan sólo quince días del mes de agosto de 1812[66]. Si bien el antagonista con el que se enfrenta la población en todos estos casos es el ejército, también guerrilleros y otras tropas irregulares acostumbran a vivir sobre el terreno y a imponer a los habitantes del área en la que actúan importantes cargas económicas, más difíciles de reembolsar si cabe. Sobre estos efectos indeseados de la guerra de partidas y sobre su impacto en las relaciones entre población y partidas armadas volveremos más adelante. Además de recursos materiales, el ejército exigió hombres con los que alimentar la máquina de guerra. La demanda de soldados fue tan persistente a lo largo de la contienda como la de contribuciones, suministros o bagajes y produjo similares efectos acumulativos sobre una población que siempre había visto con mucho recelo la imposición de la quinta. Pasada la inicial euforia movilizadora, los sucesivos llamamientos a las armas y la inserción, voluntaria o forzada, de los nuevos combatientes en las filas del ejército regular, condujeron a una militarización de la población de proporciones nunca vistas desde la implantación del sistema de quintas en el siglo anterior. Una estimación efectuada para Cataluña indica que tras dos años de guerra los cupos requeridos para el servicio activo y el reemplazo sumaban una cifra equivalente al total de los varones solteros y casados sin hijos censados en 1787[67]. Pese a que las cifras reales de mozos enrolados fueron menores que las asignadas en los repartos a cada corregimiento (en el de Vic solamente alcanzaron el 65% entre 1808 y 1811[68]), la amenaza del servicio militar se cernió sobre el conjunto de la población masculina en edad de portar las armas que no pudiese acreditar motivo legítimo de exención. Y combatir a los franceses encuadrado en el ejército español suponía tener que vivir durante un tiempo indefinido muy lejos del hogar, bajo la disciplina de una institución poco apreciada y a las órdenes de unos superiores casi siempre extraños al país de origen de los soldados e incapaces de derrotar al ocupante francés. Por ello no ha de extrañar que la resistencia al servicio en el ejército, existente ya en décadas previas a la guerra, alcanzase durante la misma cotas elevadas, puestas de manifiesto en la proliferación de las demandas de exención, los rescates a cambio de dinero o suministros, la no presentación con ocasión del llamamiento a filas y las deserciones. El más significativo de estos comportamientos es la deserción. Su análisis arroja luz sobre algunas de las características de la guerra y nos introduce en uno de los focos de tensión más importantes entre los militares y la población civil. La deserción es un fenómeno habitual en los ejércitos de la época, presente en la España de los Borbones, con una tasa de deserción en 1797 próxima al 5%[69], y en la Europa napoleónica, tanto en los países recién incorporados al Imperio como en la misma Francia[70]. En el escenario bélico peninsular afecta no sólo al ejército regular español, sino también al contingente aliado lusobritánico y a las tropas irregulares que combaten contra el francés[71]. Lo destacado es el elevado porcentaje de deserciones, que en Cataluña se sitúa en algunos casos entre el 20% y el 30%[72], en una guerra cuyo carácter, la defensa frente al invasor francés, podía hacer pensar en mayores dosis de compromiso con el ejército. Parte de la explicación de esta aparente paradoja reside en la ya comentada oposición al servicio militar y al propio ejército, reforzada durante la guerra por la ineficacia de las tropas regulares, por los enfrentamientos entre civiles y militares y por el cansancio provocado por la continuidad de la lucha. Pero la negativa a empuñar las armas en las filas del ejército también se vio favorecida por la existencia de condiciones propicias para ello, tales como el carácter poco disuasorio de las medidas disciplinarias, el apreciable grado de solidaridad popular para con los desertores y el desarrollo de la guerrilla como una alternativa más atractiva de lucha. La proliferación de disposiciones contra la deserción decididas por las diferentes instancias de poder y su alternancia con ofrecimientos de indulto ya es por sí misma un indicador de la escasa efectividad de estas medidas. Las eventuales condenas a muerte con que se amenaza a los desertores eran inaplicables de forma sistemática debido al elevado volumen de quienes abandonaban el ejército. El testimonio del general Copons al hacerse cargo de la dirección de las operaciones militares en Cataluña, a finales de la contienda, corrobora esta impresión: "la inclinación a la deserción", informa Copons, es uno de "los vicios imposibles de quitar (...) El ejemplo de la porción de sangre que se ha derramado en este ejército para castigar a los desertores ha sido inútil. Y su número es tal que cuando he llegado a este Principado me he encontrado columnas ambulantes sólo con el objeto de perseguir[los]"[73]. Columnas de estas características seguían actuando, en 1812 y 1813, en otras zonas del territorio español[74]. Algunas de las medidas tomadas contra los desertores incluían castigos contra los familiares o vecinos que les diesen cobijo o trabajo y contra las autoridades locales que no denunciasen su presencia. Disposiciones de este tipo, al tiempo que nos alertan de la existencia de un cierto grado de tolerancia o complicidad con los desertores por parte de sus comunidades de procedencia, fueron una fuente de conflictos con la población local y contribuyeron a enturbiar las relaciones con unos militares a quienes también se acusaba de comportamientos poco escrupulosos en la lucha contra la deserción. En Cataluña, el intento de reconstruir el ejército tras la pérdida de Tarragona, aunque cuenta con el apoyo de la Junta Superior, ocasiona roces y protestas a propósito de la conducta de unos militares que apalean y apresan a varias autoridades locales en Casserras y en La Bisbal y se llevan a jóvenes por la fuerza en Pontós[75]. En algún caso la actuación prepotente de estos militares es censurada por sus superiores, como ocurre con Milans, a quien se le ordena el cese de las actividades contra los desertores emprendidas por la división a su mando[76], pero no parece ser esta la tónica. Más frecuente debió de ser la existencia de corruptelas y trapicheos entre los hombres encargados de la persecución de la deserción, a juzgar por las denuncias que llegan a la Junta Superior sobre liberación de desertores a cambio de dinero, aprehensión de supuestos desertores para exigirles rescate o capturas indiscriminadas de jóvenes[77]. El hecho de producirse tales comportamientos sobre un territorio que siempre se había manifestado abiertamente contrario a la implantación de las quintas, avivó la animadversión contra el encuadramiento en el ejército regular e hizo posibles episodios de amotinamiento como el vivido en Montserrat, donde a comienzos de julio de 1811 se sublevó la tropa de quintos existente en la plaza, forzando su salida con el apoyo de destacamentos de somatenes de los alrededores, o el ocurrido un año antes en Camprodón al intentar procederse al sorteo de los quintos[78]. 4. Las tensiones con la guerrillaLa deserción favorece el desarrollo de la guerrilla, como también lo hace la dispersión de la tropa, pero ni una ni otra crean por sí solas un fenómeno ya existente antes de que se produzcan las grandes dispersiones que siguen a los triunfos militares franceses del invierno de 1808-1809. La eclosión de la guerrilla obedece a un amplio abanico de factores, entre los cuales desde luego figuran la situación de inferioridad del ejército regular ante su adversario napoleónico y el desprestigio e impopularidad del indicado ejército, pero también la existencia de incentivos para la lucha armada de carácter irregular -que se puede simultanear con las ocupaciones habituales, no está sujeta a la disciplina y jerarquía del ejército y tiene posibilidades de mayores recompensas económicas- y la presencia de un entorno favorable en forma de unas particulares condiciones geográficas, económicas, sociales y políticas, factor este último que explica la diversidad del grado de implantación de la guerrilla en los territorios peninsulares[79]. Guerrilla y ejército regular buscan sus efectivos entre unos sectores de la población que aun no siendo del todo idénticos -la guerrilla también está compuesta por personas que por su edad, origen o estado nunca podrán ser llamadas a filas- coinciden ampliamente y la primera se alimenta, en parte, de los prófugos, dispersos y desertores del segundo. Esta competencia por unos recursos limitados origina tensiones entre guerrilleros y militares, reflejadas en el malestar de éstos contra la actividad reclutadora de unas partidas que se ofrecen como alternativa a la quinta y que con su acción también ponen en entredicho el monopolio del ejército en la defensa armada y su control sobre los mecanismos de entrada en el ejercicio del oficio militar[80]. Las actitudes de menosprecio hacia los guerrilleros y quienes les comandan, de las que hemos visto algún ejemplo, hay que interpretarlas en este sentido. Pero tampoco conviene contraponer excesivamente ejército regular y guerrilla, pues no existe una divisoria nítida entre ambos. Hay partidas que tienden a la militarización, buscan y obtienen el reconocimiento de grados a sus jefes e introducen una mayor disciplina y jerarquización. Otras están dirigidas por oficiales del ejército que, si bien actúan por iniciativa propia, no dejan de ser un puente con la institución de la que proceden. Además, desde las instancias oficiales se intenta controlar un fenómeno que inquieta por sus posibles dimensiones sociales mediante la imposición de reglamentos que aseguren la supeditación de la guerrilla a las autoridades, al tiempo que entre los militares crece el convencimiento de la oportunidad de la guerra de partidas como medio efectivo de lucha contra los franceses, siempre y cuando tenga lugar bajo su dirección, por lo que instan a los jefes guerrilleros a colaborar en operaciones conjuntas, intentan la subordinación al ejército regular de las partidas existentes, asumen la exclusión del servicio militar de los guerrilleros y crean nuevas partidas organizadas militarmente[81]. Las relaciones de la guerrilla con la población a la que pretendían defender tampoco estuvieron exentas de tensiones, aunque el énfasis que a continuación vamos a poner en ellas no ha de hacernos olvidar el hecho esencial de que la guerrilla no puede subsistir a medio plazo si no cuenta con la complicidad y colaboración de los habitantes del territorio en el que actúa. En realidad la guerrilla presenta un carácter heterogéneo, pues dentro de la misma figuran grandes partidas organizadas, grupos menores de permanencia más esporádica y tradicionales organizaciones de armamento popular, como las alarmas en Galicia y Asturias y los somatenes en Cataluña. Tanto en el último caso como entre los integrantes de muchas partidas, nos encontramos con combatientes a tiempo parcial, que compatibilizan su dedicación a la guerra con sus ocupaciones habituales. Pero también existen guerrilleros que han hecho de la lucha de partidas un modo de vida exclusivo, algunos de ellos tras aprovechar la guerra para reconducir actividades que, como el contrabando o el bandolerismo, les situaban en los márgenes de la sociedad. Entre estos heterogéneos combatientes irregulares y la población del área en la que operan suelen surgir conflictos, motivados por el comportamiento y demandas de los guerrilleros y por su escasa capacidad de protección frente a las represalias francesas sobre las localidades acusadas de complicidad con la guerrilla. Ambos factores se refuerzan mutuamente, pues la comprobación repetida de la ausencia o huida de los guerrilleros cuando las tropas enemigas se aproximan a una población hace a sus moradores, a la par que más críticos de la valía de la guerrilla, más comedidos a la hora de comprometerse con ella, lo cual a su vez obliga a los guerrilleros a imponer violentamente sus exigencias[82]. Con las posibles excepciones de aquellos lugares en los que, como Navarra[83], operaba una guerrilla disciplinada y militarmente eficaz, éste debió ser un panorama frecuente conforme se prolongaba la guerra, crecía con ella el cansancio y la sensación de desamparo y algunas partidas se acostumbraban a vivir a expensas de la población. Hay ejemplos de todo ello. Las quejas por la ineficacia de la actuación de los diversos grupos armados irregulares, presentes a lo largo de la contienda, sirven de contrapunto a valoraciones de la guerrilla demasiado encomiásticas efectuadas en el pasado. Sin negar su contribución al desenlace de la guerra, por su capacidad de fijación de tropas francesas y por mantener vivo el espíritu de la resistencia, estos testimonios nos recuerdan sus límites. Así ocurre en Cataluña, donde su valía militar es puesta a menudo en tela de juicio por los informes de las autoridades locales y las protestas de los particulares, quienes acusan a migueletes, somatenes y partidas de guerrilla de desertar masivamente, de vagar dispersos y, en el caso de los somatenes, también de acudir al servicio sin armas[84]. El entusiasmo por la causa patriótica se resiente de las penurias que acarrea la longitud de la guerra. Sabemos de la aparición de posiciones más o menos acomodaticias, perceptibles en la abundancia de renuncias a ocupar cargos en los órganos de gobierno municipal o en las Juntas[85] y en la permanencia en la localidad cuando entran en ella los franceses[86]. Esta actitud también se trasladó a la colaboración con una guerrilla de cuya eficacia y métodos se dudaba. Resistencias como las halladas en Cataluña por Casademunt u Ochando, ambos eclesiásticos y jefes de partidas que operaban respectivamente en áreas montañosas de las comarcas de Osona y Priorato, probablemente no fueron excepcionales, aunque no deja de resultar chocante el recibimiento hostil que hicieron a los hombres del primero en Roda de Ter, donde "encontraron una multitud de gente armada, con toda especie de armas e instrumentos ofensivos", que los acompañó por las calles del pueblo "diciéndoles muchas palabras provocativas"[87]. En conductas como la de la población mencionada debía pesar, además de la poca protección ofrecida por la guerrilla, la dureza y arbitrariedad de sus demandas. La representación de la Junta de Santander a la Regencia, en julio de 1811, condensa en pocas líneas el catálogo de comportamientos indeseados de unas partidas que, "bajo el título de patriotas ... apalean las justicias por el más leve pretexto, saquean, se diseminan por los pueblos a borracheras y disoluciones, sacan raciones de todas clases ... asesinan si es preciso a la sombra de traidor al que tiene o suena tener dineros y, cuando el enemigo se acerca, aunque sea diez veces menor en fuerza huyen precipitadamente"[88]. Son frecuentes las denuncias por violencias y abusos cometidos por las guerrillas, que obligan a jóvenes a servir en las partidas en tierras de Avila o del Alto Aragón[89], exigen raciones amparándose en el poder de las armas[90], crean con su actitud pendenciera conflictos con la gente del lugar[91] y maltratan a las autoridades locales[92], por lo que éstas intentan evitar la presencia de unos combatientes tan problemáticos[93]. Con tales aliados, dirá el párroco de Artesa de Segre tras relatar la actuación de los hombres del guerrillero Montardit, que han esperado tranquilamente la marcha del enemigo para entrar en aquella localidad del prepirineo leridano e imponer a sus habitantes mayores exacciones, se corre el peligro de que sus convecinos prefieran trasladarse a vivir bajo el amparo de los franceses[94]. Incluso la poderosa y bien organizada partida de Espoz, a pesar de haberse esforzado en acabar con las tropelías que ocasionaban otros grupos menores que actuaban en Navarra y en buscar unos medios de ingreso regulares para que su gente "no experimentase igual odio de los pueblos", no pudo evitar enfrentamientos con la población local para aprovisionarse de suministros[95]. En Cataluña ante los repetidos recursos de los pueblos pidiendo el fin de las imposiciones arbitrarias decididas por los comandantes de migueletes y somatenes, la Junta Superior había acordado en mayo de 1809 obligar a unos y otros a seguir los itinerarios marcados en sus pasaportes y limitar la frecuencia y duración de la actividad de los somatenes a los casos de necesidad[96], pero esta medida no fue muy efectiva, pues meses más tarde llegaba desde Terrassa una nueva queja contra la negativa de los somatenes a dispersarse[97]. A veces el comportamiento de estas diversas fuerzas irregulares degenera en bandolerismo, lejos de las motivaciones iniciales que justificaron su aparición. Casi todos los testimonios apuntan a las dificultades materiales y al desarraigo de dispersos y desertores como los dos factores principales del aumento de robos y asaltos que se produce durante los años de la guerra, especialmente en los momentos de mayor penuria económica y debilidad de la posición resistente. Ya desde el comienzo de la contienda se constata la proliferación de delitos. Para hacerles frente la Junta Superior de Cataluña decide, en julio de 1808, la formación de un tribunal militar que juzgue sumariamente todos los actos criminales[98]. Pero es probable que algunos de estos hechos delictivos fuesen ajustes de cuentas contra quienes habían acumulado la animadversión popular por su riqueza y por su conducta en los años previos, que ahora eran perseguidos por la población en armas como partidarios de Godoy y simpatizantes de la causa francesa. Tal es el carácter que, según los varios relatos coetáneos que nos han llegado, parece tener la intervención de los somatenes en Vilafranca del Penedès (junio de 1808), en el curso de la cual se produjeron saqueos y hubo varias víctimas, para horror del vecindario acomodado[99]. Es algo más adelante cuando, coincidiendo con las derrotas, el hambre y el desempleo, proliferan las bandas armadas dedicadas al robo y la extorsión. En Galicia los restos de los ejércitos se transforman "en gavillas de ladrones, más terribles para los pueblos que los enemigos franceses"[100]; en las proximidades de Madrid, el hambre y los dispersos de las guerrillas aumentan el número de ladrones y rateros y facilitan la formación de bandas[101]; en sitios tan diferentes como Navarra, Vizcaya o la comarca gerundense del Empordà se produce a partir de 1809 una mayor incidencia de la actividad de grupos armados que, bajo el pretexto de luchar contra el francés saquean y roban a la gente de la comarca, en el caso vizcaíno quizá con ribetes de guerra social, algo que no parece estar presente en los restantes ejemplos[102]. La Junta Central intentó contrarrestar esta situación extendiendo a todo el reino en julio de 1809 la circular contra malhechores que un mes antes había emitido el capitán general de Andalucía[103]. Pese a esta medida y a disposiciones como la que en Cataluña se acordó en setiembre de 1810 contra los somatenes que reventasen sin permiso las puertas de las casas deshabitadas[104], los robos y violencias de las bandas armadas continuaron el resto de la guerra, conforme nos indican la documentación conservada en los archivos, las memorias de la época y los estudios sobre el período, intensificándose en los momentos de crisis de subsistencias y de dispersión del ejército patriota y, de nuevo, hacia el final de la guerra, cuando la retirada francesa desposeyó de cualquier cobertura ideológica a las partidas armadas y abocó a los guerrilleros a una difícil reconversión a la vida civil. 5. Conclusión Al término de este largo recorrido, si algo ha quedado expuesto hasta la reiteración es la existencia de unas difíciles y conflictivas relaciones entre los civiles que sufrieron la guerra y quienes desde una u otra posición estaban obligados a defenderlos con las armas en la mano del invasor y ocupante francés. Junto a la pléyade de gestas y héroes individuales y colectivos que los historiadores de las décadas siguientes se encargaron de legar a la posteridad, existió una realidad más prosaica de la que formaron parte hechos como los descritos. Ponerla de relieve ha de ayudar a construir una interpretación más próxima a la percepción que de la guerra tuvieron quienes, protagonistas a su pesar, vieron vidas y haciendas afectadas por ella. Más allá de esta reflexión de carácter general, el análisis de las tensiones que recorren las relaciones entre los diversos participantes de la contienda permite formular algunas consideraciones sobre los costes políticos y sociales de la guerra. El desprestigio que hemos visto sufrir al ejército regular durante aquellos años allanó el camino a la reforma de sus estructuras y reducción de sus competencias emprendida por los gobiernos liberales, pero también contribuyó a la decepción de unos jefes y oficiales que se sentían injustamente tratados, con el resultado de prepararlos para la aceptación del retorno del absolutismo. El desarrollo de la guerrilla como método alternativo o complementario de lucha, con parte de sus integrantes desligados de los quehaceres habituales y acostumbrados a vivir a expensas de la población, comportó la existencia de un contingente de personas de difícil adaptación al nuevo marco de paz, con el resultado de la proliferación del bandolerismo en los años siguientes. La decantación proabsolutista de los mandos militares y el recrudecimiento de la actividad bandolera como secuelas de la guerra han sido observados y comentados por diversos historiadores[105]. Más desapercibidos han pasado los efectos que sobre el ánimo de la población produjo el cansancio de la guerra. Porque, además de favorecer posiciones de mayor cautela o acomodo que no excluyeron la persistencia de la animosidad contra los franceses, la continuidad de un conflicto que agotaba vidas y recursos probablemente aumentó las esperanzas puestas en el retorno del Deseado como remedio de tantos males e hizo más difícil la labor de quienes intentaban ponerle condiciones. Notas [1] J. GARCIA PRADO, Historia del alzamiento, guerra y revolución de Asturias (1808-1814), Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1953, p. 143
[2] Reales órdenes de la Junta Central ... y representaciones de la de Sevilla y del general Castaños acerca de su separación del mando, Sevilla, 1809, p. 64
[3] D. W.
DAVIES, Sir John Moore's Peninsular Campaign 1808-1809, La Haya, Martinus
Nijhoff, 1974, pp. 55 y 182; J. C. MOORE, Relato de la campaña del ejército británico en España, La Coruña, Diputación, 1987
(ed. inglesa 1809), p. 181
[4] A partir de 1810 "el ejército se desenvuelve en la miseria más absoluta. Es normal que los soldados y aun los oficiales carezcan de calzado; la dieta se reduce a pan y poco más", J. J. SAÑUDO, "El ejército español en la Guerra de la Independencia", II Seminario Internacional sobre la Guerra de la Independencia, Madrid, Ministerio de Defensa, 1996, pp. 179-190; p. 182
[5] G. R.
GLEIG, The subaltern: a chronicle of the Peninsular War, Londres, sin año, p. 100
[6] VIDAL de la
Blache, L'évacuation de l'Espagne et l'invasion dans le Midi (Juin 1813-Avril 1814), París, 1914 (2
vols), I, pp. 25 y 32
[7] M. LOPEZ PEREZ e
I. LARA, Entre la guerra y la paz. Jaén (1808-1814), Granada, Universidad de Granada, 1993, p. 280
[8] F. J.
CABANES, ¿Qué será de los franceses en Cataluña?, Cádiz, 1810, p. 22
[9] E. CANALES, "Militares y civiles en la conducción de la Guerra de la Independencia: la visión de Francisco Javier
Cabanes", J. A. ARMILLAS (coord.), La Guerra de la Independencia. Estudios, Zaragoza, Diputación, 2001, pp. 955-987
[10] H.
LAFOZ, La Guerra de la Independencia en Aragón. Del motín de Aranjuez a la capitulación de Zaragoza (marzo 1808-febrero 1809), Zaragoza, Diputación, 1996 p. 15
[11] E. CANALES, "Aproximación al ejército regular durante la Guerra de la Independencia a través de un periódico militar: el Memorial militar y patriótico del Ejército de la Izquierda", Profesor Nazario González. Una historia abierta, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1998, pp. 264-274, p. 270
[12] C.
ESDAILE, The Duke of Wellington and the Command of the Spanish Army, 1812-14, Londres,
Macmillan, 1990; F. BALLESTEROS, Respetuosos descargos que ... ofrece a la generosa nación española, Sevilla, 1813
[13] M. L. ALVAREZ CAÑAS, Cambio político y crisis del Antiguo Régimen en Alicante (1808-1814). La Guerra de la Independencia en Alicante, Alicante, Patronato provincial, 1990, p. 20; A. GALLEGO, Granada en la Guerra de la Independencia, Granada, 1923, p. 21; Manifiesto de la Junta Superior del Principado de Cataluña, Tarragona, 1809, pp. 41-42
[14] J.
RINCON, El clero extremeño en la Guerra de la Independencia, Badajoz, 1911, p. 43; R. GRAS DE ESTEVA, Zamora en tiempo de la Guerra de la Independencia, Madrid, 1913, pp. 66-67; E. CANALES, "La deserción en España durante la Guerra de la Independencia", Actas del Coloquio internacional El Jacobinisme. Reacció i revolució a Catalunya i a Espanya, 1789-1837 (Barcelona, 1989), Barcelona,
UAB, 1990, pp. 211-230, pp. 212-213
[15] G. RODRIGUEZ BRUNO, Béjar y la Guerra de la Independencia,
Béjar, 1993, p. 106; E. BEULAS y A. DRESAIRE, La guerra del Francès a Mataró, Mataró,
Altafulla, 1988, pp. 108-110
[16] Reales órdenes 1809, p. 70
[17] Vives "sin duda sería factura de Godoy, y por tanto traidor a la Patria"; Blake "debe entenderse con el enemigo, porque ho hay mejor medio para hacer perder una plaza ... que no socorrerla a su tiempo"; O'Donnell "era muy valiente [y] se portaba muy bien al principio, pero con el tiempo hizo como los otros, llenó bien su bolsa; Campoverde "ni se sabe donde está ... cobarde e inexperto", Sagau 1908, pp. 23, 27, 40 y 44. Otro eclesiástico, el rector de Sant Esteve de
Comià, los considera a todos, con las excepciones de Reding y Copons,
"vils o falsos", M. FURRIOLS, "Diari de mossèn Isidre Serrat (1796-1815)", Ausa, 23 (1958), pp. 16-21, p. 19
[18] F. J.
CABANES, Historia de las operaciones del ejército de Cataluña en la Guerra de la Usurpación, Barcelona, 1815, p. 237; J. M.
RECASENS, La revolución y Guerra de la Independencia en la ciudad de Tarragona, Tarragona, Real Sociedad Arqueológica Tarraconense, 1965, p. 153
[19] Archivo Histórico Nacional
(AHN), Estado, leg. 31 (2), F, ns. 131-139
[20] Biblioteca de Catalunya (BC), Fullets Bonsoms
(FB), n. 3893
[21]
AHN, Estado, leg. 38 (3), E, n. 414 (7) (Manresa, 31-12-1809)
[22]
AHN, Estado, leg. 38 (3), E, n. 414 (1) (Manresa, 1-1-1810)
[23] Archivo de la Corona de Aragón
(ACA), Junta Superior (JS); caja 13, n. 23
[24] Reales órdenes; C.
ESDAILE, The Spanish army in the Peninsular War, Manchester, 1988,
MUP, pp. 126-131
[25] F. VENEGAS, Vindicación de los agravios ... con que el general ... Cuesta ha intentado manchar la reputación del teniente general ... Venegas, Cádiz, 1811; ESDAILE 1988, pp. 139-140
[26] Marqués del PALACIO, Traslado a toda la nación española ... de la correspondencia ... con Joaquín Blake ... 1811, Cádiz, 1812, p. 23
[27] A. FILOPOLITA
(Dou), Sueño del marqués del Palacio, y desvelos de la provincia de Cataluña, Cádiz, 1812, p. 8
[28] Marqués de
CAMPOVERDE, Exposición de la conducta que ha observado ... en ... Cataluña, Alicante, 1811; F.
MILANS, El despotismo confundido por sí mismo. Respuesta a ... Campoverde,
Vic, 1812; J. CLAROS, Representación ... sobre la Exposición que contra él hizo el marqués de Campoverde,
Vic, 1812
[29] Cataluña atribulada. Súplica al Augusto Congreso de las Cortes, Palma, 1811, p. 12
[30] CAMPOVERDE 1811; P.
SARSFIELD, El general ... presenta a la nación española la vindicta de su honor, Villanueva, 1814; General CONTRERAS, Sitio de Tarragona, Madrid, 1813; A.
EGUAGUIRRE, Historia de los acontecimientos del sitio de Tarragona en el año 1811,
Reus, 1855 (1813); Marqués de CAMPOVERDE, Contestación del general marqués de Campo-Verde a varios puntos injuriosos a su persona, Valencia, 1814
[31] F.
COPONS, Memorias de los años de 1814 y 1820 al 24, Madrid, 1858, p. 76
[32] R. LOPEZ
CANEDA, Valdeorras en la Guerra de la Independencia, Barco de Valdeorras, Instituto de Estudios
Valdeorrenses, 1989, p. 238
[33] J. MUÑOZ MALDONADO, Historia política y militar de la Guerra de la Independencia de España, Madrid, 3 tomos, 1833 II, p. 111
[34] J. OLIVERAS, "Manresa en el segle XIX", Historia de les comarques del Bages,
I, Manresa, Parcir, 1986, p. 397; la cita es de un informe del Ayuntamiento de Manresa a la Junta Superior
[35] A. de
BOFARULL, Anales históricos de Reus, desde su fundación hasta nuestros días,
Reus,1866 (2ª ed.), p. 224
[36] J. FONTANA, "La financiación de la Guerra de la Independencia", Hacienda Pública Española, 69 (1981), pp. 209-217
[37] A. MATILLA, "La ayuda económica inglesa en la Guerra de la Independencia", Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, LXVIII (1960), pp. 451-475, pp. 451-475; Vidal 1914, p. 45; J. M.
SHERWIG, Guineas and gunpowder. British foreign aid in the wars with France 1793-1815,
Cambridge, Harvard Univ. Press, 1969; A. LASTRA, Intervencionismo y revolución en Asturias y Gran Bretaña en la Guerra de la Independencia, Oviedo, Real Instituto de Estudios Asturianos, 1992
[38] J. FONTANA y R.
GARRABOU, Guerra y Hacienda. La Hacienda del gobierno central en los años de la Guerra de la Independencia (1808-1814), Alicante, Diputación, 1986, pp. 97-98
[39] J. CANGA ARGÜELLES, Observaciones sobre la historia de la Guerra de España, Londres, 1829 (2 tomos),
I, p. 271
[40] Manifiesto de la Junta Superior sobre la pérdida de Tarragona,
Solsona, 1811, p. 7
[41]
AHN, Estado, leg. 34-C, 133, 8-5-1809
[42]
AGS, DGT, Inv. 43, leg. 20, oficio del intendente de Extremadura, julio 1809
[43]
AGS, DGT, Inv. 43, leg. 13, 2-1-1810
[44]
AGS, DGT, Inv. 20, leg. 33, 6-9-1809
[45]
AGS, DGT, Inv. 43, leg. 13, 17-7-1811 y 20-9-1811
[46]
AGS, DGT, Inv. 20, leg. 33, 12-10-1811
[47] J. FONTANA (introd.), La Junta de Subsistències dels Corregiments de Lleida, Cervera, Talarn, Manresa, Igualada i Vic durant la guerra del francès (1809) (Actes i correspondència), Igualada, Centre d'Estudis
Comarcals, 1980; A. MOLINER, La Catalunya resistent a la dominació francesa (1808-1812), Barcelona, Edicions 62, 1989, pp. 185-212; ALVAREZ 1990, p. 50
[48] H. de
OLORIZ, Navarra en la Guerra de la Independencia, Pamplona, 1910, p. 280
[49] LOPEZ y LARA 1993, pp. 444-445
[50] R. GUIRAO y L.
SORANDO, El Alto Aragón en la Guerra de la Independencia, Zaragoza, Diputación, 1995, p. 195; M.
BENACH, El corregidor Lluís Freixas i la guerra del francès a Vilafranca, Vilafranca del
Penedès, Cosas que fueron, 1968, p. 69; J. PELLA I FORGAS, "Unes memòries de la Guerra de la
Independència", Boletín de la Real Academia de las Buenas Letras de Barcelona, XI (1911), pp. 1-6, y XII (1912), pp. 420-430 y 479-501, p. 491
[51]
ACA, JS, caja 87, Lacy a Junta Superior, 31-8-1811
[52] J. M. de SOLA-MORALES, "Aspectos de la guerra de 1808-1814 en
Olot", Revista de Gerona, 9 (1959), pp. 65-74, p. 72
[53]
AGS, DGT, Inv. 43, leg. 28, 15-1-1811
[54]
AGS, DGT, Inv. 43, leg. 20, 18-9-1809; AGS, DGT, Inv. 42, leg. 21, contestación al intendente de Guadalajara en la que se indica la existencia de la normativa de 11-8-1810
[55]
AGS, DGT, Inv. 43, leg. 28, 22-5-1811
[56] Arxiu de la Diputació de Barcelona
(ADB), leg. 1, 18-7-1813
[57] FONTANA y GARRABOU 1986, p. 101;
ACA, JS, caja 165, Reglamento de 1-8-1811; Colección de Decretos 1983, 30-8-1813; A. M. BERNAL, "Consecuencias económicas de la Guerra de la Independencia", Luis Miguel ENCISO
(ed.), Actas del Congreso Internacional El Dos de Mayo y sus precedentes (Madrid, 1992), Madrid, Consorcio, 1992, pp. 653-666, p. 656; C. GARCÍA GARCÍA, La crisis de las Haciendas locales. De la reforma administrativa a la reforma fiscal (1743-1845), Valladolid, Junta de Castilla y León, 1996; R. ROBLEDO, Historia de Salamanca. Vol. 4. Siglo XIX, Salamanca, Centro de Estudios Salmantinos, 2000
[58] "En cuanto a socorrer los pueblos con raciones a la tropa (...) si pasa alguna partida de tropa y las pide se han de entregar, pues de lo contrario el pueblo se expone al saqueo y la justicia al encarcelamiento, como ya ha sucedido" (Converses tingudes entre dos honrats pagesos
catalans, Manresa, 1812, pp. 30-31)
[59] Proyecto de la única contribución extraordinaria de guerra para el Principado de Cataluña,
Vic, 1812, p. 34
[60] E. CANALES, "La Diputació a l'inici del
liberalisme: 1812-1823", Història de la Diputació de Barcelona, Barcelona,
Diputació, 1987 (3 vols.), I , pp. 44-73, pp. 51-57
[61]
ACA, JS, caja 76, agosto de 1810
[62]
ACA, JS, caja 148, 17-5-1812; ACA, JS, caja 20, agosto de 1812
[63]
ACA, JS, caja 94, comunicado de Lacy a Junta Superior informando de su decisión de castigar ejemplarmente "todo exceso que se cometa por la tropa en los pueblos", 13-6-1812
[64]
ACA, JS, caja 14, 6-7-1810
[65]
ACA, JS, caja 23, Lacy a Junta Superior sobre quejas de la Junta corregimental de
Mataró, setiembre de 1812
[66]
ACA, JS, caja, 20, Recursos de Tremp, Vilavova i la Geltrú, Sant Celoni y Sant Feliu de Codines
[67] E. CANALES, "Patriotismo y deserción durante la Guerra de la Independencia en Cataluña", Revista Portuguesa de História, XXIII (1987), pp. 271-300, p. 273
[68] M.
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[69] F. ANDUJAR, Los militares en la España del siglo XVIII: un estudio social, Granada, Universidad, 1991
[70] A.
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[71] M.
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[72] E. CANALES, "Patriotismo y deserción", pp. 277-278. Ramisa da valores del 10% en el corregimiento de
Vic, que aumentaban en momentos de derrota o de desorganización (M. RAMISA 1993, p. 39)
[73] Biblioteca de la Real Academia de la Historia
(BRAH), Col. Copons 9/6973, Copons a Estado Mayor General, 13-3-1813
[74] A. RODRIGUEZ VILLA, El teniente general don Pablo Morillo, Madrid, 1920 (2 tomos),
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[75]
ACA, JS, caja 16, Pagès y Batlle a Junta Superior, 12-7-1811; caja 87, regidor y síndico de La Bisbal a Junta Superior, 9-11-1811; J. PELLA 1911-1912, p. 495
[76]
ACA, JS, caja 87, Lacy a Junta Superior, 14-11-1811
[77]
ACA, JS, caja 62, Junta Corregimental de Lérida a capitán general, 15-6-1811;
ACA, JS, caja 87, ayuntamiento y párroco de La Bisbal a Lacy, 7-10-1811
[78]
ACA, JS, caja 87, Plana a Junta Superior, 4-7-1811; RAMISA 1993, p. 102
[79] C.
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TONE, "Napoleon's uncongenial sea: Guerrilla warfare in Navarre during the Peninsular
War, 1808-14", European History Quarterly, vol 26 (1996), pp. 355-382
[80]
ACA, JS, caja 87, barón de Eroles a JS, 19-8-1811; ACA, JS, caja 87, oficio de
Lacy, 19-11-1811
[81] R. GOMEZ
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[82] ESDAILE 1996, p. 202; A. J. CARRASCO, "Colaboración y conflicto en la España antinapoleónica (1808-1814)", Spagna contemporanea, n. 9 (1996), pp. 7-43
[83] J. L.
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[84] P. ANGUERA y J.
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Argentona, L'Aixernador, 1993, p. 51; SARRET 1922, p. 132; S. CARDUS, Historial de la guerra napoleònica a Terrassa, Terrassa, Tallers Gràfics de
Clie, 1976, pp. 47-48; E. FERNANDEZ I PELLICER, Un guerriller liberal al Priorat, Barcelona,
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[85] RODRIGUEZ BRUNO 1993, p. 106;
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[86] A. ARENAS, Historia del levantamiento de Molina de Aragón y su señorío en mayo de 1808 y guerras de su independencia, Valencia, 1913, p. 347; LOPEZ y LARA 1993, pp. 293-294; RAMISA 1993, pp. 140-144;
ACA, JS, caja 13, exposiciones del ayuntamiento de Reus (30-4-1810) y de varios pueblos del corregimiento de Gerona (10-3-1810)
[87]
ACA, JS, caja 84, Casademunt a JS, 25-7-1811; ACA, JS, caja 87, carta de Ochando, 25-7-1811
[88]
AHN, Consejos Suprimidos, leg. 49806
[89] L. ARIAS y F. de LUIS, "Las tensiones de la guerrilla contra el ejército regular y la población en la Guerra de la Independencia española: el caso de Justo Calera", Studia Storica, 8 (1990), pp. 145-156, p. 147; J. M.
IRIBARREN, Espoz y Mina. El guerrillero, Madrid, Aguilar, 1965, p. 555
[90] ARENAS 1913, p. 232; RODRIGUEZ BRUNO 1993, pp. 147-152
[91] F. JURADO,
"Tamajón durante el primer cuarto del siglo XIX. 'El Empecinado'. 'El cura de
Tamajón'", Wad-al-Hayara, 21 (1994), pp. 111-123, p. 113
[92] J. M. FERRER I DE LLORET, El Ampurdán durante la Guerra de la Independencia, Barcelona, 1885, pp. 62-63
[93] JIMENEZ 1984, pp. 121-122
[94]
ACA, JS, caja 81, oficios de la Junta Corregimental de Cervera, carta de José Solano, 2-9-1811
[95] F. MIRANDA, La guerrilla en la Guerra de la Independencia, Pamplona, Diputación, 1982, pp. 19-21; F. ESPOZ Y MINA, Memorias del general Don Francisco Espoz y Mina, Madrid, Atlas
(BAE), 1962, I, p. 20; Torre 1992, pp. 41-42
[96]
ACA, JS, vol. 21, 14-5-1809
[97]
ACA, JS, caja 74, Roset a JS, 31-12-1809
[98] G. DESDEVISES DU
DEZERT, La Junte Supérieure de Catalogne, Nueva York-París, 1910, pp. 217-220
[99]
Q.G., Apuntes históricos de Vilafranca del Panadés y su comarca,
Vilafranca, 1887, pp. 140-141; M. BENACH 1968, pp. 30-33; I. MATA, Els mons d'Isidre Mata del Racó (edición a cargo de J.
Colomé), Sant Sadurní d'Anoia, Ajuntament, 1997, p. 129
[100] M. GARCIA DEL BARRIO, Sucesos militares de Galicia en 1809 y operaciones en la presente guerra, La Coruña, 1891 (1ª
ed.: 1811), p. X
[101] J. D. PALOMAR, Diario de un patriota complutense en la Guerra de la Independencia, Madrid, 1894
(reed. 1991), p. 53
[102] F. MIRANDA, La Guerra de la Independencia en Navarra. 1. La acción del estado, Pamplona, Diputación, 1977, p. 86, PELLA 1911-1912, p. 429; J. C. ENRIQUEZ y otros, "Criminalidad y guerrilla vizcaínas en la Guerra de la Independencia (1808-1814)", Actas del Coloquio internacional El jacobinisme. Reacció i revolució a Catalunya i a Espanya, 1789-1837 (Barcelona, 1989), Barcelona,
UAB, 1990, pp. 245-256, p. 246
[103] Real orden sobre la persecución de malhechores, 27-7-1809, BC,
FB, n. 3891
[104] AMOROS 1984, p. 180
[105] R. L. BLANCO
VALDES, Rey, Cortes y fuerza armada en los orígenes de la España liberal, 1808-1823, Madrid, Siglo XXI, 1988; E. MARTINEZ RUIZ, "Relación e interdependencia entre ejército y orden público (1700-1850)", E. BALAGUER y E. JIMENEZ
(eds.), Ejército, ciencia y sociedad en la España del Antiguo Régimen, Alicante,
Gil-Albert, 1995, pp. 191-225
Esteban Canales Gili |